RDD-N31-Septiembre-2023

21 ISSNe 2445-365X | Depósito Legal AB 199-2016 Nº 31 - SEPTIEMBRE 2023 citar tres seres en concreto que existen en la mente tanto de niños como de mayores y que, gracias a sus increíbles destrezas y mañas, se han granjeado una eterna longevidad en nuestro inconsciente. Ellos son, indudablemente, el Coco, el Hombre del Saco y el Sacamantecas, los tres representados y nombrados de maneras distintas en las diferentes regiones españolas, aunque bajo los mismos fundamentos psicosociales. Tanto es así que existen teorías que pretenden enlazar los miedos más atávicos de todo ser humano, cuyos comienzos se encuentran en la niñez, con estas entidades, las cuales responderían a dichos temores y pasarían a ser una representación de los mismos, de forma simbólica. Martín (2002) ya determinó a qué tipo de angustias respondía la imagen de cada uno de estos esperpentos: el Coco encarnaría la aprensión hacia lo desconocido; el Hombre del Saco se identificaría con el temor a desaparecer; y el Sacamantecas representaría, inequívocamente, el pánico a la muerte. Estos terrores son comunes en todos los hombres y mujeres adultos, de cualquier cultura, y es muy posible asumir que la primera semilla de este miedo tan absoluto germinara ya en la primera infancia y nos acompañase desde entonces. Los niños pequeños tienen, a los pocos meses de vida, miedo a todo aquello que no les es familiar, desde ambientes, contextos y espacios distintos a su hogar hasta personas esporádicas con las que pueden toparse si quiera fugazmente, siendo el miedo a los extraños una de las primeras manifestaciones del miedo infantil. La psicología del desarrollo nos dice que los bebés de entre seis y siete meses empiezan a temer a los desconocidos, sobre todo si la madre o el cuidador habitual no está presente, aunque no sienten el mismo desconsuelo si el desconocido es otro niño, con quien se reconocen similares. Esta emoción va difuminándose con la edad, dando sus últimos coletazos alrededor de los tres años, cuando los pequeños todavía recelan de personajes adultos extraños y vestidos de forma fuera de lo habitual, como puede ser gente vestida de los Reyes Magos o Papá Noel. Desde los cuatro hasta lo cinco años empiezan a alternar los sentimientos de independencia e inseguridad; por una parte, sienten el deseo de experimentar y jugar solos libremente, aunque, por otro lado, continúan sintiendo angustia si se sienten desprotegidos o abandonados. Es a partir de los cinco años cuando comienzan a verse más atrevidos y paulatinamente requieren cada vez menos de la supervisión y aprobación de los adultos, lo cual, por cierto, no excluye que sigan alardeando de sus destrezas y se sientan orgullosos cuando la gente mayor que los rodea alaba sus gracias. En el mundo adulto este miedo a lo desconocido puede tornarse más inquietud que verdadero pavor, pero, igualmente, el no saber qué es lo que va pasar en relación a los temas y preocupaciones de nuestro quehacer diario es algo que incomoda y que genera notable inestabilidad al hombre moderno, acostumbrado a tener todo bajo control y encorsetado en una rutina preestablecida de tiempos y horarios inflexibles. De la misma manera, la turbación ante la idea a desaparecer de nuestra cotidianidad, de nuestro tiempo y de nuestras zonas de seguridad es algo que aterrorizaría a cualquiera, y que para un niño supone la separación de su familia y figuras de apego. El apego es el proceso de vinculación que muestra el niño hacia la persona o personas que cuidan de él, que es generalmente la madre, y que hace aparición entre los seis y siete meses, respondiendo a una relación de seguridad y afecto (Berger, 2007). Así pues, perder esa figura protectora y ese entorno confortable para un niño sería algo realmente terrible. La ansiedad por separación hacia la figura de apego y/o la madre suele ser normal durante el primer año de vida y se incrementa a lo largo del segundo. Si a los tres años un niño continúa mostrando ansiedad intensa ante la partida de la madre se puede considerar que tiene un retraso emocional. El miedo a desaparecer para un niño también se relaciona fuertemente con la idea de abandono. Sobre los dos años suele ser habitual que experimenten frustración cuando se separan de sus figuras de apego y no saben con exactitud cuándo volverán a encontrarse con ellas. Curiosamente, el miedo a la oscuridad, elemento que desde la mente adulta también podemos relacionar con el abandono, la desaparición o lo desconocido, es un miedo que surge en torno a los cuatro o, incluso, cinco años. Y, por último, la muerte, algo bastante lógico a lo que temer. La conciencia de la muerte como algo irreparable e irreversible no aparece hasta bien entrados los diez u once años de edad, si bien no es una manifestación espontánea, el niño ha ido reformulándola poco a poco mediante sus experiencias y conversaciones con otras personas, con lo que se suele fechar la edad de siete años como el momento alrededor del cual comienzan a emerger los postulados intelectuales que le posibilitan al niño ir elaborando las conjeturas necesarias en torno a lo que significa la muerte. Los adultos pueden, en cambio, relacionarse con la idea de la muerte de muy diversas formas y no siempre enmarcadas bajo un sentimiento negativo, aunque, por ser algo inevitable a lo que todo ser vivo está expuesto y para lo que nunca se está del todo preparado, es uno de los espantos más ancestrales del ser humano. Que existan seres de diversas características con los cuales poder relacionar estos tres temores no es más que una estrategia a la que siempre se ha recurrido para poder manejar conceptos que de otra forma se diluirían desde los puntos de vista más estrictamente ortodoxos.

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