Resumen: Desde hace generaciones, los asustaniños han sido un recurso muy efectivo para conseguir que los más pequeños sean dóciles y obedezcan, sin embargo, estas figuras son algo mucho más esencial que una simple estrategia para las labores correctivas del comportamiento infantil. Esta gran caterva de seres que se sitúan entre lo real y lo fantástico son parte de nuestra cultura y nuestro folclore, completando, junto a otras tradiciones, la esencia de nuestra identidad y de todo lo que somos, por lo que es nuestro deber preservar su supervivencia y evitar que caigan en el olvido.
Palabras clave: Asustaniños; Ogros; Cocos; Monstruos; Hombre del Saco; Sacamantecas; Miedo; Folclore; Tradición.
Abstract: For generations, the scarechilden have been a very effective resource for the education of kids, however, these figures are something much more important than a simple strategy for corrective work on child behavior. These creatures are located between the real and the fantastic, and they are part of our culture and tradition. These monsters complete our folklore, the essence of our identity and all we are, so it is our duty to preserve their survival and we have to prevent them from falling into oblivion.
Keywords: Scarechildren; Ogres; Cocos; Monsters; Boogeyman; Sacamantecas; Fear; Folklore; Tradition.
ASUSTANIÑOS: MONSTRUOS, OGROS Y COCOS
En estos tiempos tan edulcorados, en donde se regraban los diálogos de las películas para hacerlos aptos a todos los públicos, los cuentos se reescriben para incluir la perspectiva de género, y las imágenes de tabaco son convenientemente pixeladas de fotografías y escenas, resulta desorbitado plantear el asunto de la conservación de la tradición con respecto a ogros, cocos y demás seres inquietantes que pueda amedrentar la paz de los menores en base a los presupuestos morales actuales. Paradójicamente, en toda esta andadura hacia lo políticamente correcto y desde la obsesión por reconfigurar ideas y conceptos para preservar los derechos de la infancia alejándola de contenidos de carácter explícito, parecen no preocupar en la misma medida las escenas de sexo y violencia gratuitos que pueden visualizarse con tan sólo apretar un botón y que están al alcance de cualquier niño o niña a través de un simple telediario o, peor aún, un vídeo musical.
Dejando a un lado la reflexión que sobre todo esto podríamos esgrimir, resulta evidente que la utilización de monstruos para educar mediante el terror a nuestros niños es algo que se aleja del modelo educativo de hoy día e, incluso, de lo considerado como aceptable por buena parte de la sociedad. Y, aunque sea un tema aparentemente controvertido y radicalmente a la contra de la opinión general, nos esforzaremos a lo largo de las siguientes líneas por reivindicar el papel fundamental que ejercen estos asustaniños no sólo en las labores puramente pedagógicas, sino también en la conservación de nuestro folclore, que no podemos permitir que continúe deteriorándose.
Asustaniños: Monstruos, Ogros y Cocos #CedRevistaDigitalDocente Share on XÍndice de contenidos
Ogros, cocos y demás personajes siniestros
Decir que las comitivas de endriagos, salidas de las historias más pretéritas y dispuestas a apabullar a nuestros retoños, merecen un atento estudio para tanto la comprensión de los procesos históricos, sociales y culturales vividos en nuestro país, como para el correcto tratamiento de traumas y regresiones de la infancia y pubertad, es algo que a la pedagogía actual, esa que viste corbatas y tacones, rellena complejos informes y pasa largas jornadas en despachos sin contacto con nada más que su propio ego, no gusta en absoluto.
Pero estos monstruitos son importantes, y mucho, y merece más que la pena rescatarlos de un inminente olvido para que sigan transmitiendo sus enseñanzas a los más pequeños, y a los mayores nos recuerden el sentido de seguir creyendo en todas esas otras cosas que, aunque no se vean, ahí están.
Jesús Callejo, uno de los mayores expertos en folclore, tradiciones y leyendas de nuestro país, identifica sabiamente los motivos por los que estas figuras legendarias aparecieron y llegaron a formar parte de nuestro acervo cultural. Asimismo, señala la profunda necesidad de reparar el daño causado por su ausencia, no para continuar atemorizando gratuitamente a los niños, ni para criarlos en la idea de que en todas las oscuridades acechan peligros, sino para todo lo contrario: hacerlos depositarios de la tradición y transmitirles el mensaje oculto que se encuentra tras el rastro de estas criaturas fabulosas.
Es así que Callejo (1998) proporciona una serie de pistas sobre los orígenes de este tipo de criaturas que han venido desde otros mundos para quedarse en el nuestro, generación tras generación y, en primer lugar, indica que en el origen de buena parte de estos seres se encuentra algún suceso histórico especialmente traumático por el que una colectividad o una sociedad ha tenido que pasar, el cual ha dejado secuelas psicológicas en forma de las imágenes de invasores, tiranos y degenerados que tanto daño causaron a los suyos. Tras sucesos de esta índole, la conciencia global se puebla de ideas soporíferas mediante las cuales llenar los terrores nocturnos infantiles. Normalmente, tras periodos de guerras o ataques entre distintos pueblos, se concatenaban las circunstancias óptimas para convertir a los enemigos en los ogros de turno, como ocurrió en la península con los “moros” o, incluso, con los agotes. Buena parte de la explicación de esta demonización de determinados colectivos o etnias, amén de sustentarse en conflictos y momentos negros de la historia, se encuentra también en el recelo al que es visto como diferente, al “otro”, al extranjero, de modo que cualquier individuo que tenga procedencia lejana o ascendencia imprecisa puede ser un buen fichaje para hacer las faenas propias de asustador de niños. En efecto, la palabra “ogro” se cree que comenzó a emplearse fundamentalmente para designar despectivamente a todos aquellos que se salían de la “normalidad”.
También, los orígenes de determinados seres fantásticos o mitológicos pueden rastrearse hasta las antiguas creencias paganas, cuyo poder se circunscribía a un determinado territorio en el que se aparecían, pues eran sus protectores, y por el que nadie debía pasar bajo ningún concepto. Los entes de la naturaleza, además, poblaban los bosques y montañas como si de espíritus guardianes se tratase, y abundaban las historias sobre niños secuestrados por las hadas y suplantados por otra criatura feérica de similares características para poder encajar en dicha farsa.
Por otra parte, personajes reales como la Guardia Civil o el practicante del pueblo han sido convenientemente empleados para disuadir a los más pequeños en sus travesuras. Y lo mismo ha ocurrido durante muchos años con los vecinos que sufrían de alguna enfermedad o deformidad física, haciendo que los cojos, locos, jorobados o tuertos se convirtieran, injustamente, en candidatos perfectos para hacer aparición en las peores pesadillas.
El lugar de los asustaniños dentro del elenco de seres fantásticos
Seres extraordinarios hay muchos, y para muestra un botón: fantasmas, sirenas, gigantes, ninfas, serranas, lamias, tarascas, gnomos… y la tradición española, con uno de los legados más ricos dentro y fuera de Europa, da buena cuenta de ello.
En todas las Comunidades Autónomas tenemos un generoso listado de criaturas de lo más variopintas que han conseguido perdurar en la memoria de las gentes. En algunas parece que no ha pasado el tiempo y lucen igual de frescas en lo que a su significado, apariencia y hábitos se refiere. Otras, en cambio, han ido metamorfoseándose y adaptándose a los nuevos tiempos, desde el lavado de cara que hubo de darles a través de la óptica cristiana, hasta los cambios que han sufrido por mezclarse con las leyendas de otros lugares.
Dentro de este riquísimo repertorio encontramos a los asustaniños, cuyas características difieren del resto de criaturas míticas y que conviene apuntar, aunque sea someramente, para que no se difuminen entre la bruma de las ideas vagas con las que la mayoría de la gente identifica a estos personajes.
Empezando por lo fundamental, debemos matizar la obviedad de que los asustaniños se dedican a asustar a los niños. A diferencia de otros seres espectaculares, éstos tienen su función claramente establecida y cualquier ente que no se pueda dedicar, total o parcialmente, a la tan añeja labor de aterrorizar niños, no puede ser uno de ellos. Una náyade, un vampiro o un titán, por ejemplo, no son asustadores de niños porque nunca se relacionaron con esos quehaceres y, por norma general, su estampa no ha sido empleada para ello.
Así es que el hecho de que los asustaniños se encuentren en el bando de los adultos se convierte en otra de sus características esenciales. Ellos juegan de parte de los mayores y parecen seguir sus instrucciones, estando siempre listos para reclamarlos si fuera preciso. Que se lo digan a las madres aliadas de la Paparresolla, una ogresa bastante popular en zonas burgalesas que tenía como profesión devorar niños, según lo recogido por Sebastián de Covarrubias ya en 1611. Las madres de los chiquillos, vecinas todas unas de otras, guardaban el pacto de hacer sonar, fingidamente, los resuellos de esta bicha para que fuesen oídos por los niños desde la habitación contigua en el momento justo en que la progenitora arreaba las reprimendas oportunas al zagal o zagala.
Y de estos complots los niños sabían perfectamente. Esta comunicación con sujetos de todo tipo forma parte de la concepción mágica que del mundo tienen en un periodo determinado de su desarrollo, que les impide poner en entredicho que un engendro cualquiera haga aparición frente a sus ojos, a pesar de que nunca antes haya ocurrido.
Esto nos lleva, además, a inferir que los asustadores son identidades que pueden ser reales o imaginarias, lo que da lugar a que cualquier personaje, sin comerlo ni beberlo, llegue a formar parte de este gremio si un adulto lo estima oportuno en un momento dado. El ejemplo que más sorprende es el caso del pobre escritor Miguel de Unamuno, que en algún momento de 1930 los papás y las mamás de Salamanca lo bautizaron como uno de los seres más oscuros, haciendo de él un auténtico asustachicos.
Ciertamente, los asustadores reales corresponden a personajes históricos o figuras célebres que por una serie de mecanismos que no se conocen del todo se tornaron idóneos para ejercer el arte de asustar; véase el Tío Camuñas, el Duque de Alba, María Padilla, y un abultado etcétera. Los asustadores de ficción, en cambio, son monstruos creados con total intencionalidad para servir de advertencia ante lo que podía ocurrir si se incumplían determinados preceptos. Tenían un carácter ejemplificante, educativo y correctivo, y gracias a la turbación que su sola idea originaba eran capaces de conseguir logros que de otra forma parecían inconcebibles. Como vemos, los avezados padres siempre han tenido un as en la manga.
Por otra parte, los asutadores de niños pueden estar especializados en distintos procedimientos, por decirlo de alguna manera. Están los que se limitan a asustar y cuya presencia intimidante causa pavor. En teoría, el poder de esta clase de asustacríos reside en la congoja que origina su encuentro con ellos, generalmente porque tienen fama de violentos, feos y pestilentes, pero nunca establecen contacto directo con el menor ni lo pretenden atacar. Los que sí se sabe que pueden contactar con los niños son aquellas criaturas que asustan porque se dedican específicamente a secuestrar, a devorar o, directamente, a matar. Evidentemente, los comedores y asesinos son los que más terror infunden; aunque nunca se haya tenido la desdicha de encontrarse con uno de ellos, el relato fantástico de otros que sí lo hicieron y sufrieron su ira es más que suficiente para no desear verlos ni en pintura. Los chupasangres, los recolectores de manteca, los descuartizadores… en definitiva, se puede apreciar cómo se reparten los quehaceres entre ellos, como buena hermandad.
Para terminar, encontramos los asustadores ultraespecializados, aquellos que dan miedo porque se dedican a funciones muy concretas, como es el caso del Peladits, un ser que habita en Barcelona que tiene la manía de meter en vereda a los niños que no quieren bañarse. ¿Que cómo lo consigue? Pues les hace entrar en razón mediante una sesión de aseo a lo bestia que incluye, entre otras rutinas de belleza, quitar la roña del cuerpo con guijarros y esponjas de esparto que laceran la piel, y cepillar el pelo a base de fuertes tirones con peines fabricados a partir de cuchillas que consiguen arrancar la mitad de la cabellera, cuando no la propia cabeza (Prado, 2021).
Esta improvisada clasificación nos sirve para matizar otro aspecto curioso, que es el hecho de que los asustaniños que desde aquí consideramos van a ser siempre entes con vida propia y de carácter antropófago, mayoritariamente. Es decir, que se trata de personajes con personalidad propia y atributos con los que logran una cierta humanización, salvando las distancias. Así pues, los separamos de otro tipo de “cosas” que hacen, a veces, las funciones de asutachicos en nuestro folclore, como puede ser la propia muerte, la luna o la noche.
Sean como sean, los asustadores siempre dan miedo. Y es ese miedo la clave de su existencia, sobre todo para la mente de los más perceptivos y sensibles.
El miedo y su pedagogía
El miedo es uno de los sentimientos más poderosos por las emociones que provoca y por lo que gracias a él puede conseguirse. Ha sido empleado por quienes han gozado de autoridad y poder para conseguir los más variopintos objetivos, y ha funcionado como mecanismo de aprendizaje con el que, a la fuerza, manipular, doblegar y dominar, siempre mediante la presión ejercida con el más débil e indefenso.
Las personas estamos repletas de miedos. Tenemos miedo a sufrir, al desengaño, al abandono. Tenemos miedo a la pobreza, al hambre, a la miseria. A la muerte. Entendemos que experimentamos fobia cuando interiorizamos un miedo tan intenso que no puede manejarse ni racionalizarse. Decimos que tenemos que vencer nuestros miedos para poder avanzar, pero utilizamos el temor a diario como escudo protector ante la posibilidad de sufrir o que se rían de nosotros. Mejor la prudencia que el fracaso, lo cual no es más que puro miedo.
Desde que se comenzaron a contar las primeras historias a la luz de la lumbre, el miedo ha sido el sustrato didáctico más efectivo y resistente de todo el arsenal pedagógico con el que el hombre ha contado para dirigir a su prole: si no temes a la bestia, te puede devorar; si no muestras respeto hacia las inclemencias del tiempo, puedes ser víctima de una imprudencia letal; si no reverencias a los dioses, puedes mostrar la soberbia que ellos necesitan para darse cuenta de que eres prescindible.
Podemos ver que el miedo, como forma de control, ha sido esencial en nuestra educación. Con el miedo nuestros padres consiguieron que no hablásemos con extraños, que nos comiéramos el plato de sopa y que no saliésemos de noche solos. ¿Por qué? Porque nos advertían de las fatales consecuencias que acarrearía nuestra falta de cuidado con historias de otros niños más osados que desaparecieron y nunca jamás se supo de ellos o, directamente, que fueron devorados por gigantes glotones.
En términos de refuerzos y castigos de diferentes clases el adulto experto ha podido actuar sobre el comportamiento y lograr que ciertos hábitos desaparezcan del todo o, por el contrario, que aumente su frecuencia de aparición por lo que, para conseguir acabar con determinadas conductas o propiciar que aparezcan otras, se ha hecho uso de diversas estratagemas que se han creído bastante útiles.
Ogros, cocos y demás parafernalia fastuosa se ha usado desde tiempos remotos como un castigo positivo que ha tenido bajo control los comportamientos indeseables de los infantes.
El castigo positivo es el castigo más comúnmente conocido y se basa en ofrecer algo malo o desagradable al sujeto que manifiesta la conducta indeseada, con el objetivo de que ésta no se repita. En el otro extremo se encuentra el castigo negativo, aquél que juega con quitar al sujeto algo bueno si la mala conducta se sostiene en el tiempo. “Si no te vas a la cama, mañana no iremos al parque” sería, entonces, el ejemplo idóneo de castigo negativo, pues la amenaza de hacer desaparecer esa diversión tiene el poder suficiente de aumentar las probabilidades de que el niño en cuestión se vaya a dormir. En cambio, “Si no te vas a la cama, vendrá el Hombre del Saco y te llevará” sería el castigo positivo, pues exponemos, mediante un estímulo aversivo, las consecuencias nefastas que acaecerán si continúa manifestándose la conducta que se quiere extinguir.
Esta forma de condicionamiento es de las más conocidas por su facilidad de aplicación ya que en la mayoría de los casos suele funcionar, sobre todo en el ámbito académico, donde se reduce la frecuencia de aparición de conductas inapropiadas mediante la utilización de castigos con los alumnos.
Pese a sus posibles utilidades, esta técnica es de discutida eficacia ya que a veces no suprime la conducta de forma estable y provoca en los sujetos episodios de frustración, por lo que hay que saber cómo utilizarla correctamente. Es preciso tener cuidado con los castigos, sobre todo en las etapas infantiles, y es más conveniente emplearlos de manera paralela a otros métodos o, al menos, de forma transitoria.
La representación de los miedos
El bestiario ibérico es extraordinaria y maravillosamente extenso, pero, sin lugar a dudas, podríamos citar tres seres en concreto que existen en la mente tanto de niños como de mayores y que, gracias a sus increíbles destrezas y mañas, se han granjeado una eterna longevidad en nuestro inconsciente. Ellos son, indudablemente, el Coco, el Hombre del Saco y el Sacamantecas, los tres representados y nombrados de maneras distintas en las diferentes regiones españolas, aunque bajo los mismos fundamentos psicosociales. Tanto es así que existen teorías que pretenden enlazar los miedos más atávicos de todo ser humano, cuyos comienzos se encuentran en la niñez, con estas entidades, las cuales responderían a dichos temores y pasarían a ser una representación de los mismos, de forma simbólica. Martín (2002) ya determinó a qué tipo de angustias respondía la imagen de cada uno de estos esperpentos: el Coco encarnaría la aprensión hacia lo desconocido; el Hombre del Saco se identificaría con el temor a desaparecer; y el Sacamantecas representaría, inequívocamente, el pánico a la muerte.
Estos terrores son comunes en todos los hombres y mujeres adultos, de cualquier cultura, y es muy posible asumir que la primera semilla de este miedo tan absoluto germinara ya en la primera infancia y nos acompañase desde entonces.
Los niños pequeños tienen, a los pocos meses de vida, miedo a todo aquello que no les es familiar, desde ambientes, contextos y espacios distintos a su hogar hasta personas esporádicas con las que pueden toparse si quiera fugazmente, siendo el miedo a los extraños una de las primeras manifestaciones del miedo infantil.
La psicología del desarrollo nos dice que los bebés de entre seis y siete meses empiezan a temer a los desconocidos, sobre todo si la madre o el cuidador habitual no está presente, aunque no sienten el mismo desconsuelo si el desconocido es otro niño, con quien se reconocen similares. Esta emoción va difuminándose con la edad, dando sus últimos coletazos alrededor de los tres años, cuando los pequeños todavía recelan de personajes adultos extraños y vestidos de forma fuera de lo habitual, como puede ser gente vestida de los Reyes Magos o Papá Noel.
Desde los cuatro hasta lo cinco años empiezan a alternar los sentimientos de independencia e inseguridad; por una parte, sienten el deseo de experimentar y jugar solos libremente, aunque, por otro lado, continúan sintiendo angustia si se sienten desprotegidos o abandonados.
Es a partir de los cinco años cuando comienzan a verse más atrevidos y paulatinamente requieren cada vez menos de la supervisión y aprobación de los adultos, lo cual, por cierto, no excluye que sigan alardeando de sus destrezas y se sientan orgullosos cuando la gente mayor que los rodea alaba sus gracias.
En el mundo adulto este miedo a lo desconocido puede tornarse más inquietud que verdadero pavor, pero, igualmente, el no saber qué es lo que va pasar en relación a los temas y preocupaciones de nuestro quehacer diario es algo que incomoda y que genera notable inestabilidad al hombre moderno, acostumbrado a tener todo bajo control y encorsetado en una rutina preestablecida de tiempos y horarios inflexibles.
De la misma manera, la turbación ante la idea a desaparecer de nuestra cotidianidad, de nuestro tiempo y de nuestras zonas de seguridad es algo que aterrorizaría a cualquiera, y que para un niño supone la separación de su familia y figuras de apego. El apego es el proceso de vinculación que muestra el niño hacia la persona o personas que cuidan de él, que es generalmente la madre, y que hace aparición entre los seis y siete meses, respondiendo a una relación de seguridad y afecto (Berger, 2007).
Así pues, perder esa figura protectora y ese entorno confortable para un niño sería algo realmente terrible. La ansiedad por separación hacia la figura de apego y/o la madre suele ser normal durante el primer año de vida y se incrementa a lo largo del segundo. Si a los tres años un niño continúa mostrando ansiedad intensa ante la partida de la madre se puede considerar que tiene un retraso emocional.
El miedo a desaparecer para un niño también se relaciona fuertemente con la idea de abandono. Sobre los dos años suele ser habitual que experimenten frustración cuando se separan de sus figuras de apego y no saben con exactitud cuándo volverán a encontrarse con ellas.
Curiosamente, el miedo a la oscuridad, elemento que desde la mente adulta también podemos relacionar con el abandono, la desaparición o lo desconocido, es un miedo que surge en torno a los cuatro o, incluso, cinco años.
Y, por último, la muerte, algo bastante lógico a lo que temer. La conciencia de la muerte como algo irreparable e irreversible no aparece hasta bien entrados los diez u once años de edad, si bien no es una manifestación espontánea, el niño ha ido reformulándola poco a poco mediante sus experiencias y conversaciones con otras personas, con lo que se suele fechar la edad de siete años como el momento alrededor del cual comienzan a emerger los postulados intelectuales que le posibilitan al niño ir elaborando las conjeturas necesarias en torno a lo que significa la muerte.
Los adultos pueden, en cambio, relacionarse con la idea de la muerte de muy diversas formas y no siempre enmarcadas bajo un sentimiento negativo, aunque, por ser algo inevitable a lo que todo ser vivo está expuesto y para lo que nunca se está del todo preparado, es uno de los espantos más ancestrales del ser humano.
Que existan seres de diversas características con los cuales poder relacionar estos tres temores no es más que una estrategia a la que siempre se ha recurrido para poder manejar conceptos que de otra forma se diluirían desde los puntos de vista más estrictamente ortodoxos.
¡Que viene el Coco!
El Coco viene de repente, es una de sus extraordinarias virtudes. Se encuentre donde se encuentre, si es llamado para poner en su sitio a los niños más revoltosillos, hará acto de presencia en un abrir y cerrar de ojos.
El Coco llega si se le llama, así que no goza de ese factor sorpresa. El legado legendario nos dice que es uno de esos monstruos a los que hay que invocar, no de los que se encuentran camuflados bajo la escalera o la cama. El Coco acude para comernos o llevársenos si no se cumple con aquello que nos piden, siendo él mismo la advertencia o el gran castigo al que nos podemos exponer. El Coco está ahí, perpetuamente preparado y al acecho, como un fiel colaborador de los mayores listo para echar una mano con ese niño que no quiere terminarse la cena o con aquélla niña que considera que todavía no es la hora de dormir.
Que el Coco se relacione con lo desconocido es más que evidente. El Coco da miedo, sí. Da miedo porque te come. Da miedo porque viene en cualquier momento y en cualquier lugar donde nos encontremos puede brotar. Aunque, sobre todo, da miedo porque nadie sabe cómo es. Por suerte o por desgracia, nadie lo ha podido ver y volver de una pieza para describirlo.
Es este total anonimato en lo que respecta al aspecto físico la principal baza con la que cuenta el Coco para infundir verdadero pánico. Tal vez porque es tan pavorosa su apariencia que se torna inefable, o bien porque es tan horripilante que no puede compararse con ninguna cosa, humana o animal, ni de este ni de otros mundos. Sólo queda la imaginación de cada cual para darle forma, dotarlo de físico e imbuirle determinadas capacidades o poderes. Y, claro está, en la imaginación de los pequeños cualquier cosa es posible, y este Coco se puede convertir en algo mucho más letal y horroroso desde la concepción de un niño cualquiera que desde la mente del mismísimo Lovecraft (claro que el bueno de Howard no destacaba precisamente por sus excelsas descripciones).
El gran Federico García Lorca, interesado siempre en la tradición, estudió muy de cerca nuestro folclore y, concretamente, todo lo relacionado con canciones de cuna, nanas y coplillas infantiles. Él ya explicó con gran maestría que el Coco figuraba como ese cajón desastre que vale a mayores y pequeños.
La fuerza mágica del «coco» es precisamente su desdibujo. Nunca puede aparecer, aunque ronde las habitaciones. Y lo delicioso es que sigue desdibujado para todos. Se trata de una abstracción poética, y, por eso, el miedo que produce es un miedo cósmico, un miedo en el cual los sentidos no pueden poner sus límites salvadores, sus paredes objetivas que defienden, dentro del peligro, de otros peligros mayores, porque no tienen explicación posible. Pero no hay tampoco duda de que el niño lucha por representarse esa abstracción, y es muy frecuente que llame «cocos» a las formas extravagantes que a veces se encuentran en la Naturaleza (García Lorca, 1928).
El Hombre del Saco
Este personaje es un secuestrador, un raptor de niños que vagabundea por las calles oscuras al acecho de críos extraviados a los cuales asalta y se lleva presos en su gran jubón. Es la reencarnación del miedo a desaparecer y ser alejado de los seres queridos, coronándose como el rey del terror infantil para la gran mayoría de los chavales (Del Campo y Ruiz, 2015).
Tradicionalmente, ha sido muy fácil para los adultos hacer creer a los pequeños en este personaje, ya que raro era el pueblo por el que no pasaban, de vez en cuando, forasteros cargados con algún fardo (De San Andrés, 2017). Eso, unido a la desconfianza que los foráneos han causado en los pueblos más pequeños y cerrados, asemejándolos al origen de todos los males y desgracias del lugar, contribuyó a la creación de una figura, mitad fantástica, mitad real, a la que propios y ajenos siempre han temido.
A grandes rasgos, el Hombre del Saco se lleva a la fuerza a los niños pequeños sacándolos de sus casas o atrapándolos desprevenidos en callejuelas solitarias, dependiendo de cada versión. Suele actuar con nocturnidad y alevosía, y su particularidad está en que se lleva a sus víctimas a lugares indeterminados, al “país de irás y no volverás” de los cuentos infantiles que la mayor de las veces se entiende con el reino de la Parca.
Muy posiblemente, el Hombre del Saco sea una mezcolanza de todos estos pobres hombres que a lo largo de la historia han sufrido el rechazo por buena parte de sus contemporáneos: extranjeros, inmigrantes, borrachos, mendigos, dementes, lisiados, ancianos… A pesar de ello, esta figura se alimenta de un buen poso de verdad. La personificación de esta pesadilla hunde sus raíces en sucesos verídicos, pues son de sobra conocidos los casos de secuestradores de niños que proliferaron a lo largo, sobre todo, de finales del siglo XIX y principios del XX.
La figura de este Hombre Del Saco se funde y confunde con la del conocido Sacamantecas, pues según ciertos relatos, este pérfido personaje secuestraba niños para quitarles la vida y extraerles la grasa y la sangre con diversos fines. Pero, entendiendo que son dos representaciones diferentes, consideraremos desde aquí al Hombre Del Saco como la persona de carne y hueso que tiene predilección por secuestrar niños, dejando en una interrogación lo que con ellos después se dedica a hacer (que es de suponer que sea darles muerte); viendo, de otro lado, al Sacamantecas como otra variante de este tío con fardo que, tras raptar a un menor, lo descuartiza y lo desangra, extrayendo también el sebo para rituales, curación de enfermedades o elixir rejuvenecedor.
El Sacamantecas
Buena cuenta de la riqueza del castellano la dan todos los apelativos con los que se ha conocido a la figura del Sacamantecas: Sacasebos, Sacaúntos, Destripaor, Mantequero, Mantequillero, Sacapringues, el Tío del Sebo, el Tío del Saín, El Hombre del Unto…
Hubo un tiempo en que se creía que la sangre y la grasa de personas jóvenes, en especial de mujeres y niños, tenía el poder de curar la tuberculosis, prolongar la juventud y mejorar notablemente la salud de las personas achacosas. Esta creencia, hoy disparatada, está ampliamente documentada, encontrando casos de gentes, sobre todo de clase alta que, a cambio de obtener los tan preciados ungüentos, pagaban a personas de escasos recursos para que actuasen como auténticos sicarios, dedicados a capturar y dar muerte a jóvenes inocentes.
Debido a que es preciso el secuestro, a veces entre dos personas o más, para posteriormente extraer las vísceras y crear con ellas los mejunjes sanadores, el hombre de la grasa y el hombre del fardo han llegado, en los relatos, a fundirse en un solo criminal. A pesar de esto, los trágicos sucesos que se han dado en España relacionados con el rapto y secuestro de niños para quitarles el sebo han hecho que la prensa y los medios reconozcan a dos de los asesinos más famosos: de un lado, encontramos al verdadero Hombre del Saco, identificado con Francisco Leona y, de otro, al Sacamanetas histórico, Juan Díaz de Garayo (Pérez, 2016).
Francisco Leona, alias El Hombre del Saco, fue quien aconsejó a Francisco Ortega, enfermo de tuberculosis en la Almería de 1910, que bebiera la sangre caliente de un muchacho joven mientras ésta iba emanando del cuerpo, y que se untara a su vez el pecho con sus mantecas. El infanticidio se perpetró a costa de la vida del pequeño Bernardo, de siete años de edad, y en él participaron varios desalmados, entre los que se encuentra, también, una vidente. Este caso pasó a la historia como el crimen de Gádor.
Juan Díaz de Garayo, conocido ya por los medios como El Sacamantecas de Vitoria, fue un violador y asesino en serie que acabó con la vida de numerosas mujeres, niñas, jóvenes, ancianas, vagabundas y prostitutas. Buena parte de estos viles actos culminaban con la extracción de vísceras a través de escalofriantes mutilaciones.
A pesar de identificar a los dos individuos como figuras distintas, comprendemos que los procedimientos fueron similares, en ambos casos estuvieron en juego diversas creencias relacionadas con los poderes curativos de las grasas y sangre humanas, y en las dos situaciones se vivió un halo de demencia y brutalidad que acabaron con la vida de muchos inocentes.
Entre brujas y duendes
A simple vista, los duendes parecen no responder, al menos directamente, a las funciones propias de los asustadores de niños que venimos comentado. No obstante, sí que tienden a ser juguetones, traviesos y dados a dar sustos, y su figura a veces también se ha empleado como advertencia de su funesta aparición para el niño que está acabando con la paciencia de sus padres.
Los duendes, aunque tendamos a pensarlos dulces y amistosos, como seres elementales que son, pueden resultar perversos y dañinos. Están, en esencia, vinculados a la naturaleza, por lo que representan todos los aspectos de ésta, ya sea en su faceta benevolente o tempestiva.
Carecen de un «yo» individualizado, lo que les impide distinguir, de la misma forma objetiva que hacemos los humanos, entre el bien y el mal aunque, a la par, pueden ayudar a la gente bondadosa y establecer amistad con un humano o perjudicar a quienes son malvados con ellos (Callejo y Canales, 2018).
Ya que, habitualmente, tanto en España como en otros lugares de Europa, a los duendes se les reconoce gracias a su predilección por determinadas casas (habitadas o no) y en las cuales suelen abundar los fenómenos extraños, estos pequeños seres han subsistido con el sambenito de su facilidad por acongojar a aquellos humanos que tienen el infortunio de experimentar los estragos de su presencia. De hecho, es común que se les asocie con demonios, geniecillos, trasgos o hasta ángeles caídos.
Si bien no todas las familias de duendes pueden relacionarse con los asustadores, algunos individuos particulares, por sus excepcionales cualidades y una muy mala prensa a lo largo de los años, han llegado a ocupar un puesto bien merecido entre los miedos más escalofriantes, como es el caso del trol.
A pesar de sus gamberradas y su deseo por «atormentar» a los humanos con los que conviven mediante diversas trastadas, los duendes parece que no terminan de encajar dentro del catálogo de asustaniños oficiales, tan sólo coinciden azarosamente muchas de sus cualidades con las características de los auténticos acosadores de niños. En la misma línea, por cierto, podríamos situar a las brujas que, si son analizadas rigurosamente, no pueden formar parte de este amplio espectro de asustachicos, aunque tengan todos los dones para serlo.
Las brujas han sido injustamente consideradas a lo largo de la literatura y cultura popular como entes malignos, causantes de desagracias, servidoras de Satán y culpables de enfermedades, malas cosechas y desaparición de niños. A pesar de este currículum, no pueden tampoco ser asustadoras como tal, lo que no quita que su figura se pueda emplear a tales efectos, aparte de que algunas representantes del gremio hayan hecho méritos para lograrse un hueco en el ranking de las brujas más pirujas.
Y es que existe una amplia tradición de fábulas sobre brujas españolas que desde antaño se han ido ocupando por entrar en las cocinas de las casas, beberse el vino de las despensas, adentrarse por las cerraduras de las viviendas en forma de puntitos de luz y cambiar de sitio a los bebés recién nacidos (Espino, 2019). Es este último hecho el que las puede, quizá, relacionar con su capacidad de asustar a cualquiera que se precie, ya que son expertas en el despiste y disfrutan sobremanera sacando a los bebés de sus cunas y abandonándolos en otros lugares muy dispares y de difícil acceso, causando verdadera congoja a los desconcertados padres. La confusión se torna indescriptible cuando el pequeño sigue oculto durante días y todos los malos presagios se ciernen sobre la desolada familia.
Si pensamos en esas brujas que citábamos que se han esforzado por mantener su estatus y ser auténticas asustadoras no podemos sino recordar a la más celebre: Baba Yaga.
Baba Yaga es una bruja procedente de los países eslavos que ha quedado equiparada a un coco femenino. Su aspecto es muy pintoresco, destacando sus cabellos enmarañados, sus ropas andrajosas, la nariz de pico de pájaro hecha de hierro y el cuerpo repleto de pellejos. Aunque lo que más la identifica es la olla con la que puede surcar el cielo y su casa con patas de gallina.
En nuestras tierras, la más famosa es la Bruja Coruja, bruja tipificada que, aunque podríamos seguirle los pasos hasta dar con una persona real, con el paso del tiempo se ha convertido en un ser indeterminado al que cada cual, según le haya venido en gana para contar su historia, va colocando distintos atributos y dotándola de una forma grotesca para servir de advertencia a los niños díscolos.
Como vemos, salvo contadas excepciones, duendes y brujas son sustancialmente distintos a los asustaniños de manual. Su análisis y consideración darían para cuantiosos estudios, mas desde aquí solamente se ha pretendido apuntar su existencia y encontrar los parecidos, arraigados en los sentimientos más temerosos, que puedan tener con aquellos otros seres folclóricos con los que comparten escena en el imaginario colectivo. Igual que ellos, brujas y duendes merecen nuestra atención y deferencia.
Educación y folclore
Creemos que el amor es el sentimiento más universal, y lo que verdaderamente abunda en el universo es el miedo. Tanto que, desde el primero de nuestros aprendizajes, el miedo ha estado presente, ayudándonos a comprender el mundo y asimilar sus reglas, pues de otro modo hubiéramos podido caer en la temeridad y en la falta de cautela.
Sin embargo, no podemos analizar el miedo exclusivamente desde paradigmas perniciosos ya que en el fondo de nuestro entendimiento le reconocemos su infinita sabiduría, así como la falta que nos hace.
No es preciso vincular este sentimiento, a priori negativo, sólo con castigos físicos, duras represalias y amenazas terribles, ni desde aquí hemos excusado la instauración de una educación dirigida por una rígida disciplina que mediante el flagellum del miedo más atávico quiera someter las voluntades infantiles. De eso nada. Se trata, simplemente, de admitir que existe lo tenebroso, lo maligno y lo perjudicial, a la vez que asumimos igualmente la bondad, el amor y la luz. Lo que no podemos consentir es dulcificar la infancia y su mundo intentando, torpemente, que los niños crezcan en la ignorancia y la ingenuidad perpetuas.
No se trata de educar a base de miedo, de lo que se trata es de educar desde el respeto. El respeto hacia el mayor, hacia las tradiciones y hacia lo desconocido. Educar, ante todo, en la fascinación hacia lo mágico y todo lo que somos: una maravillosa mezcolanza de historia, leyendas, mitos, refranes… que no podemos desdeñar porque, sencillamente, sin todo ello, no seríamos como somos, le pese a quien le pese. Y en esta miscelánea existen seres malignos, tragaldabas y otros entes infames que, reconociéndolos como lo que son, algo en parte irreal, en parte esencial, pertenecen a ese legado que hemos de preservar y no despreciar.
En este reconocimiento veremos, además, cómo estos personajillos han ido en desarrollo con las normas y costumbres de cada época, lo que explica que sus niveles de ferocidad y el número de veces que han entrado en escena haya ido fluctuando con el paso de los siglos, pues la filosofía del miedo ha sido distinta en cada época y en el presente no podemos pretender ser jueces de los modus operandi del pasado.
Hace ya mucho que los adultos perdimos el miedo de encontrarnos con algunas de estas inquietantes figuras arquetípicas que, como buenos profesionales del oficio que son, bien pueden seguir haciendo su trabajo y asustar a mayores y pequeños. Hoy nos parecen seres denostados, a veces irrisorios, personajes venidos a menos que más que terroríficos son verdaderos fantoches.
Del mismo modo que no se puede emplear únicamente el castigo como metodología correctiva, tampoco podemos servirnos de seres desagradables con los cuales crear traumas de por vida ni, lógicamente, hemos de hacer uso de la discapacidad o la demencia de los otros para asustar grotescamente a los niños (es aquí donde surgen los aspectos más obvios de estas reflexiones en torno a los monstruos que vienen siendo descritos y en las que no nos detendremos por ser parte de la lógica más evidente).
Aún así, tampoco es razón para desterrar a este cortejo de cocos de las historias que contamos a nuestros hijos. Los pequeños saben perfectamente qué son estos seres y reconocen, inconscientemente, el valor ético y moral que encarnan. Quien haya trabajado y tratado de cerca a los niños lo sabe: ellos conservan el privilegiado acceso a ciertos fragmentos de la realidad que los adultos ya no captamos porque, con el paso inexorable del tiempo, esas capacidades se nos han ido diluyendo. Pero los niños saben, todavía, que el mundo es mágico y que muchas cosas pueden ser perfectamente posibles.
Hasta que lleguen al triste momento de racionalizarlo todo y contemplar la vida con los insulsos ojos de un adulto, démosles el gusto de fantasear y deleitarse con lo misterioso.
¡Ah! Y nosotros miremos cada noche debajo de la cama. Sólo por si acaso…
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