Sistemas de Gestión de Calidad en la Enseñanza #CEdRevistaDigitalDocente Share on XResumen: La conveniencia de implantar un sistema de gestión de la calidad en un centro educativo debería de ser una cuestión fuera de toda discusión, pero no todas las experiencias impulsadas al respecto son valoradas positivamente, existiendo estudios que reflejan esa dualidad. La hipótesis de este artículo se basa la asunción de la eficacia de los sistemas y en la observación de un importante esfuerzo de las comunidades educativas para aplicar sus directrices, identificando como punto fundamental (y que determina su éxito o fracaso) el nivel de acierto en la adaptación previa de las normas a las características únicas de cada centro, así como en la evaluación de sus resultados fundada en ese proceso individualizado de implantación.
Palabras clave: Calidad educativa; Gestión de la calidad; Evaluación; Norma ISO 21001-2018.
Abstract: The convenience of implementing a quality management system in an educational center should be a point beyond all discussion, but not all experiences in this regard are valued in a positive way, and there are studies that reflect this duality. The hypothesis of this article is based on the assumption of the effectiveness of the systems and on the observation of an important effort of the educational communities to apply its guidelines, identifying as a fundamental point (and which determines its success or failure) is the level of success in the previous adaptation of the standards to the unique characteristics of each centre, as well as in the evaluation of its results based on that individualized process of implementation.
Keywords: Quality Education; Quality management; Evaluation; ISO 21001:2018.
Índice de contenidos
Introducción
Las exigencias de cualquier ámbito productivo contemporáneo, ya hablemos de industria, comercio, cultura o cualquier otro, hoy hacen obligada la asunción de un sistema de gestión optimizado para la consecución de niveles de éxito elevados (entiéndase como consecución de unos objetivos, prefijados exterior o interiormente). No es posible ya alcanzar elevadas metas de desempeño sin una estudiada planificación y seguimiento de la misma. Este hecho se puede ejemplificar en un deportista profesional, un director ejecutivo de empresa o un administrador público. Todos ellos cuentan con unos recursos previos a su disposición (incluida su capacidad personal, que es necesaria, pero no suficiente) y el entorno en que ejercen su actividad, desde donde se les exige unos resultados, al menos acordes con los recursos empleados. El acierto o la intuición, que en el pasado podía ser bastante como para obtener continuados y aceptables rendimientos, siguen siendo un valor, pero ya no son suficientes.
Este indudable hecho, asociado a la complejidad de los tiempos, también es aplicable al ámbito productivo de la educación. Es preciso contar con herramientas de preparación, ejecución y control que faciliten y aseguren el éxito en esta actividad, tan sometida (o más) a rendir cuentas a los receptores de su producción (primero los estudiantes y después toda la comunidad social y económica que se ve influida por el proceso formativo).
Antecedentes legislativos
La sucesión de leyes educativas de fines de siglo XX y principios del XXI han ido incrementando la demanda de calidad en el sector educativo y de su evaluación. Desde la “intención” de mejorar el rendimiento y calidad del sistema la Ley de 1970 (LGE), pasando por la exigencia de “requisitos mínimos” de enseñanzas con garantía de calidad de la Ley orgánica de 1980 (LOECE), y la “obligación” de la administración educativa y los órganos de gobierno de cada centro para velar por la mejora de la calidad de la Ley orgánica 8 de 1985 (LODE), hasta la “atención prioritaria” a los factores que favorezcan la calidad, entre los que sitúa la evaluación del sistema educativo, con la Ley orgánica de 1990 (LOGSE).
Estas intenciones previas se materializan, con la Ley orgánica de 1995 (LOPEG), en la creación del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación, al que se encomienda la evaluación general de la calidad del sistema educativo y del trabajo de los profesores.
En la Ley orgánica de 2006 (LOE) se propone el establecimiento de planes para la evaluación de la función docente, diseñados por las administraciones educativas con la participación del profesorado y de acciones destinadas a fomentar la calidad de los centros docentes.
La vigente Ley de 2013 (LOMCE) llega más allá que las precedentes en la demanda de calidad y evaluación de la misma. Su artículo 67 determina que las exigidas acciones de calidad educativa partirán de una consideración integral del centro, que podrá tomar como referencia modelos de gestión reconocidos en el ámbito europeo, y habrán de contener la totalidad de las herramientas necesarias para la realización de un proyecto educativo de calidad. Para ese fin, los centros habrán de contar con una planificación estratégica con los objetivos perseguidos, los resultados a obtener, la gestión a desarrollar con medidas para lograr los resultados, así como el marco temporal y la programación de actividades. Además, la realización de las acciones de calidad estará sometida a rendición de cuentas por el centro docente.
Desarrollo práctico
Desde la docencia cotidiana, es posible no ser consciente de la necesidad de herramientas de gestión para alcanzar estos elevados objetivos, o de su indispensable aportación para cuando estas se han alcanzado, pero negar esto es inútil. La nostalgia de creer que “las cosas funcionaban mejor antes, sin estas exigencias” puede ser cierta contemporalizada en un tiempo pasado pero ahora se torna imposible de aceptar en un entorno complejo como el actual. Cidad (2004) recuerda esos tiempos pasados como los de una clientela (alumnado) relativamente abundante y cautiva, lo que puede explicar un escaso interés de algún profesional veterano en aceptar nuevas técnicas de gestión organizativa, o incluso pedagógicas dentro del aula, como señalan Senlle y Gutiérrez (2005).
Estudios como el de Arribas y Martínez-Mediano (2017) concluyen que existe una relación entre la implantación de la adaptación del SGC ISO en los centros educativos y la mejora de su organización escolar y resultados. También existen autores críticos con la adaptación de sistemas con origen en el contexto empresarial, como Díaz (2013), argumentando que la certificación busca rotular las diferentes instituciones educativas dinamizando una competencia desmedida que perjudica particularmente los propósitos educativos.
Pero la evaluación del resultado en cada centro ha de ser llevada a cabo tras un histórico de tiempo suficiente, porque la inicial obtención de rápidos resultados positivos, con un incremento de la productividad (más actividad, más comunicaciones, más reuniones…), al margen del acierto o desacierto del diseño del sistema adoptado, puede ser un espejismo basado en el efecto Hawthorne, que tarde o temprano devolverá a la organización a su verdadera naturaleza. De hecho, los teóricos de su inserción en la gestión de los centros proponen estos se introduzcan de forma prudente, clara y progresiva.
Adquiere, por tanto, una importancia suprema el mismo sistema de planeamiento, así como el de posterior control de su ejecución y su propio control. Este es el fundamental y único objetivo de este artículo. El de exponer la hipótesis de que el éxito y fracaso (que planea sobre esta cuestión en muchos centros educativos con un sistema de gestión de calidad implantado, en adelante SGC) no radica tanto en el sistema elegido, ni en el cuidado seguimiento de decenas de directrices para guiar la actuación de cada implicado, sino en la lógica, la coherencia, la adaptación y, sobre todo, la proporcionalidad del sistema diseñado e implantado. El error del primer paso es el fracaso del camino a recorrer.
Los legisladores y redactores de las normativas, al margen de los procesos de elaboración de borradores, exposición pública o estudio de las enmiendas, solo las escriben una vez, y una vez escritas, pasan a ser patrimonio y cotidianeidad de los legislados y normativizados. Cada acierto o error que contengan se repetirán en infinidad de ocasiones y condicionarán la actividad de individuos y grupos durante tiempo. Un descuido menor puede ser un gran perjuicio. La responsabilidad del diseñador de un proceder colectivo es, en una mayoría de los casos, superior al de cualquier ejecutor. Por este motivo, el alumbramiento de leyes, normas o instrucciones, y el diseño de su aplicación, no deberían de desarrollarse por el método de prueba y error (en realidad prueba, error, rectificación y nueva prueba). Porque la mejora continua que proponen los SGC no se puede entender o esconder detrás de una rectificación continua.
Existen ámbitos sociales y profesionales donde experimentar hasta conseguir un resultado positivo (emendando los fallos) es un acierto. En la redacción y aplicación de normas no sirve acumular errores sucesivos hasta conseguir un acierto, porque las sucesivas opciones, en vigor durante un tiempo, no tienen un carácter sucesivo, sino acumulativo. Se generan, para sus obligados, una sucesión de casuísticas (a veces contradictorias), que acaban siendo un problema. De este modo, el rigor en el desempeño no es posible o sostenible, y surgen las dudas, interpretaciones, evasiones o negaciones. El final de esto es el descrédito de la norma, de su diseñador o de su ejecutor, algo que ha de ser evitado a toda costa. Hay que hacerlo bien, a la primera.
De dónde venimos
La idea que subyace tras el vocablo latino “qualitas” (con el significado de propiedad que aporta distinción a personas o bienes) está presente a lo largo de toda la historia, con la genérica acepción de “hacer las cosas bien”. Existen evidencias de que el intercambio de bienes o servicios llevó asociada, desde siempre, una intención de clasificar éstos en función de su mayor y mejor (o no) acierto a la hora de cumplir los cometidos para los que se creaban. Las definiciones son muchas ciertamente, pero no hay confusión en lo más primario y común de esa cualidad. La calidad reside, en mayor o menor grado, en lo que está bien hecho.
Desde fines de siglo XIX, primero en EE.UU, las organizaciones productivas piensan acerca de ese “bienhacer”, aunque inicialmente solo sobre el producto terminado, sin tener en cuenta la satisfacción de las expectativas de quien lo recibe (control de calidad). Es posteriormente, en Japón, cuando se produce la eclosión de los múltiples y modernos sistemas de gestión de la calidad, la búsqueda de cero defectos o la excelencia productiva. Estos conceptos e intenciones han evolucionado del control del resultado al control del proceso que conduce al resultado, y sus distintos estándares y modelos se replican por todo el mundo.
La intención es controlar la calidad del proceso de producción, con idea de que eso garantizará un elevado nivel de calidad de lo producido. Al respecto de ello, existe un mayoritario consenso para basar el control de los métodos de producción en el modelo del ciclo PDCA.
Estos sistemas de gestión empresarial se han adaptado y extendido a los ámbitos productivos no empresariales. Cualquier proceso de provisión de un producto (aún los más complejos o socialmente imbricados, como es el de la educación) puede ser gestionado desde la idea de la búsqueda de la mayor calidad. La intención sigue siendo la misma, producir aquel bien o servicio del mejor modo posible, procurando la mayor satisfacción de todas las partes implicadas en la producción y recepción del bien. En el ámbito de la educación y en el entorno español, los dos sistemas de gestión más aceptados son el derivado de la norma ISO y del modelo EFQM.
Norma ISO y Modelo EFQM
El estándar ISO surge a finales de los años 70 en el Reino Unido, intentando mejorar la gestión de sus empresas y teniendo como referencia el admirado “milagro japonés”. Con esta idea nace el International Standard Organization y su estándar de funcionamiento ISO. Una década más tarde, en Bruselas, nace la Fundación Europea para la Gestión de la Calidad, entidad que desarrolla el modelo de excelencia en gestión y autoevaluación llamado EFQM.
Centrándose en el primero de ellos, un SGC contemporáneo, basado en la NORMA UNE-EN ISO 9001 que se desarrolla en la específica NORMA ISO-21001-2018, de aplicación a la actividad educativa, implantado en un centro de enseñanza no universitaria, suele contemplar un proceso estratégico principal, otro operativo y algunos más procesos de apoyo. Resultando un total de unos seis procesos, sumarían entre todos más de veinte o veinticinco procedimientos de trabajo. Estos procedimientos contendrán varios manuales (MC), las instrucciones de trabajo necesarias (IT) y unos sesenta o setenta documentos (MD) derivados de ellos. El proceso estratégico se destina a la autoevaluación de la misión, visión y la actuación (derivada de estas) de la organización, en línea con el principio de la mejora permanente. Pero, también, a la planificación de la actividad principal (la docencia), la gestión de las comunicaciones y de la documentación. El proceso operativo se dedica principalmente a la ejecución de la actividad prioritaria de la organización (la docencia y sus actividades auxiliares, incluida la evaluación académica). La mayor parte de los procesos de apoyo se dirigen a la administración de los recursos (personal, equipamiento e infraestructura) y alguno de ellos lo hace exclusivamente a la toma de datos de toda la actividad y su análisis (feedback).
Los referidos procesos, por tanto, se dirigen, sobre todo, a la planificación de la actividad docente, además de a la gestión cotidiana de ésta y de algunas actividades auxiliares (que no aportan igual valor, pero son imprescindibles). También a la autoevaluación del éxito de su actividad, pero entendida de dos modos diferentes: con respecto a la satisfacción de los usuarios (internos y externos) implicados, y con respecto a la fidelidad en el seguimiento del sistema (que se supone que viene a garantizar la primera).
Suelen quedar fuera de este sistema, no obstante, muchas actuaciones (ordinarias o extraordinarias) de la actividad del centro. En esta situación está mucha de la tramitación académica y administrativa desarrollada fuera del aula, por ejemplo, los procesos de gestión de la oferta educativa, de personal docente y no docente, de admisión y matrícula, de certificación, de titulación, o de comunicación y promoción exterior. Algunas de estas actuaciones se pueden regular parcialmente a través de los procedimientos y documentos de planificación, pero otros posiblemente no.
Aún, como hemos visto, con importantes actividades de los centros fuera del SGC, los veintidós procedimientos, cuatro manuales, dos instrucciones y sesenta y dos documentos (con una nomenclatura individualizada derivada de la estructura del estándar), constituyen un elevado número de actuaciones, tramitaciones, registros y controles, derivados del sistema. Pero la cuantificación real de estos, pasado un tiempo, es muy superior, porque muchos de ellos darán origen, a su vez, a muchas versiones sucesivas de un mismo documento, con su correspondiente identificación, nomenclatura y archivo.
Esto supone que, dependiendo de la dimensión del centro, pueden existir, cada curso, quinientos o mil documentos redactados y circulando por la estructura del centro, identificados, archivados y custodiados (mayoritariamente de manera centralizada para una eficaz gestión) en administración y secretaría. Pero, a mayores de estos, hay otra gran cantidad de documentación, redactada y gestionada por áreas de trabajo, en formato papel y/o digital, que no se archiva y custodia de forma centralizada, sino en los departamentos, tutorías, coordinaciones, equipos… etc. Esto supone, en cada organización, a los tres años de obligado archivo y custodia, la existencia de tres mil, cinco mil, o más, documentos que deberían de estar correctamente identificados y archivados, de modo centralizado si ha de ser eficaz, durante al menos ese período trienal.
Esa correcta identificación y archivado lo ha de ser sobre ese mínimo plazo, para contar con un histórico que sirva de utilidad en las autoevaluaciones de éxito en el desempeño, la identificación de puntos débiles y las propuestas de mejoras de futuro. Si ese histórico no existe, perdemos la perspectiva para su análisis, como bien apuntan Villa, Troncoso y Díez (2015).
A la dificultad inherente a ello se suma otra propia de estos tiempos, que es la convivencia (sino dualidad) del formato papel y el formato digital, lo que hace más necesario un coherente, claro y riguroso sistema de tramitación, archivo, custodia y evaluación (y no solo de redacción).
El gran desacierto (y origen de las resistencias y decepciones que el nuevo sistema de gestión trae consigo) es que, bien por la urgencia en su implantación, bien por la escasez de esfuerzo en su diseño y adaptación, bien por la equivocada idea de “una futura y continua mejora”, el sistema se suele colocar “encima” de las actividades ordinarias y extraordinarias que cada centro venía realizando. Posiblemente no se organizan nuevamente todas ellas, sino una parte. Pero, en todo caso, no se suelen imbricar con las anteriores actuaciones, sino que se superponen a estas. Resulta inmediato pensar que, si un SGC optimiza y acerca a su máximo el grado de éxito en la actuación de una organización, éste se implante en todas (o casi todas) las actividades, principal y secundarias, de la misma. Pero en cualquier caso, al menos, la conexión entre la parte prexistente y la implantada debería de ser el primero de sus objetivos, y el resultado de este primero objetivo, el más cercano a la excelencia perseguida.
Un nuevo sistema de gestión habría de adaptarse y optimizar aquellos procederes en los que puedan existir (por rutina o dejadez) movimientos ineficaces o mejorables, pero también mantener, cuidar, incorporar o reforzar, todos aquellos que ya son fundamentales, acertados o capitales de esa organización. De no hacerse de este modo, parece obvio que pensar que no se trabajaría en la dirección de la optimización, sino en la de la probable desarticulación, o incluso contradicción. La imposición de un estándar a golpe de mimética traslación de unos preceptos (por evitación o postergación de aquello que es complejo o conflictivo) constituye, como se dijo, el primer error y una neonata eficacia.
La lógica impone que un intento de mejora del funcionamiento de una organización, debiera de pasar por una ineludible y profunda etapa previa de análisis de los procedimientos y actuaciones prexistentes, en la búsqueda de puntos fuertes y débiles, cuestiones y aspectos a corregir, modificarlos o sustituir.
El camino gradual sería, una vez convencido el Equipo Directivo, trasladar la idea al Claustro y al Consejo Escolar y crear un Equipo de Evaluación que recibiera una formación adecuada en el trabajo a realizar (…). Y elaborar un listado de áreas de mejora. Elegir unos criterios para priorizarlas y establecer una relación ordenada de esas áreas (López y Ruiz, 2004).
La solución a una avería o mal funcionamiento de un componente de un automóvil jamás pasa por la adquisición de un nuevo componente que se acopla superpuesto al conjunto de la mecánica existente. Siempre es objeto de una etapa de diagnóstico absolutamente individualizado del funcionamiento conjunto y por partes del sistema mecánico, en la procura de localizar puntos fuertes, débiles o inertes. Y tras el diagnóstico, la sustitución (que no agregación) de aquellos componentes susceptibles de ello (además de las pertinentes pruebas de funcionamiento antes de iniciar su uso cotidiano).
La celeridad en la implantación y, peor todavía, en su evaluación deberían de ser siempre aspectos a evitar. Esto ya fue mencionado por un autor crítico con los SGC, Sarzuri-Lima (2014), que afirmaba que en el caso de la evaluación de programas educativos muchas veces este proceso suele realizarse antes de su implementación o en el diseño del programa.
Entonces, ¿qué significa esto? Que es imprescindible un SGC para la actividad de implantación de un SGC (o quien revisa al revisor).
Cómo estamos
Un Sistema de Gestión de la Calidad, de los habitualmente implantados, tiene cuatro aspectos en los que parece basar todo su empeño. El análisis individualizado de cada uno de estos deja en evidencia la eficacia de una directa y literal aplicación.
Estos cuatros aspectos, y su análisis, es el siguiente:
- La sistematización de un elevado número de procederes (a modo de encadenado de trámites y documentos).
Esto, en principio y sobre el papel, debería de ser siempre positivo. Pero la realidad es que, con el tiempo, es también causante de errores y parálisis. Esto se argumenta mediante un examen de la diferente naturaleza de cada proceder. Existen algunos que pueden fácilmente ser sistematizados para ser hechos mecánicamente (cómo si una máquina fuese quien los llevase a cabo). Pero existen otros muchos que, bien por el elevado número de variables que intervienen, bien por el inmenso número de veces que se llevan a cabo, bien por su complejidad de ejecución, no conducen a un buen resultado con una cerrada sistematización.
La sistematización mejora la eficacia de máquinas o de acciones carentes de reflexión asociada (limpiar o conducir…), porque su ejecutor puede descargar un porcentaje de atención, y la responsabilidad de su éxito, en el sistema diseñado (la actividad es fácilmente simultaneable con otra de carácter intelectual). En el caso de las actividades reflexivas, su ejecutor está obligado a mantener la atención y conserva íntegra la responsabilidad de controlar su desempeño y las consecuencias inmediatas y futuras del mismo (ejemplo de estas son las de crear o enseñar). Una exigencia de reflexión intercalada en un procedimiento mecanizado muestra un grado elevado de error no previsto (véanse los producidos en el repetitivo montaje de menús cerrados de cualquier popular restaurante autoservicio).
Si se impone la sistematización repetitiva de un trabajo reflexivo, el esfuerzo destinado al cumplimiento de la sistematización absorbe el tiempo y la energía de la reflexión y, por tanto, pasa a ser causa de continuos errores de la misma sistemática (multiplicidad de documentación donde repetitivos datos, fechas, firmas… son objeto y causa de desmotivación y continuos errores). Sistematizar un trabajo simple y mecánico, en principio, evita el error. Sistematizar un trabajo reflexivo, repetido muchas veces, no disminuye sino que incrementa el error.
Si mi actividad aportadora de valor está interrumpida por una secuencia de repeticiones sin apenas aporte de valor, el error se multiplicará en ambas facetas.
- El registro contrastable de un elevado número de actos (a modo de innumerables actas y firmas).
Esto, en principio y sobre el papel, debería de ser siempre positivo. Pero la realidad es que, con el tiempo, tiene una limitada rentabilidad. Esto se argumenta mediante un contraste de trabajo invertido en esta acción y los beneficios obtenidos de la misma. Genéricamente, una inversión de recursos obliga a la obtención de una contraprestación, ya no de valor superior sino, al menos, equivalente al invertido.
El beneficio de un registro no está en su mismo acto, sino en la posibilidad de conocer o acreditar lo acaecido en un tiempo, lugar y circunstancias concretas. Y si no fuese nunca necesario ese conocimiento o acreditación, ese esfuerzo no se rentabilizaría. Y aquí, el sentido común impone la aplicación de la estadística. Si se rentabiliza (o sea, se requiere su consulta) uno de cada cien registros efectuados, el rendimiento es muy escaso.
Es un principio ineludible, en la optimización de una actividad, el asegurar siempre una mínima proporcionalidad entre el esfuerzo invertido y la rentabilidad obtenida. Es lógico, no obstante, que se trate de un subsistema deficitario, consumiendo energía que no sea recuperada (empleando recursos en exceso, no en defecto). Pero hasta un límite proporcionado. No se tiene que registrar absolutamente todo, sino solo aquello que es susceptible de constituirse en un problema en el caso de no haber sido registrado. E incluso así, se puede optar por medios de registro mecánicos o informales que no precisen de un esfuerzo consciente. Si se opta por el registro consciente masivo, este pasa a ser un fin en sí mismo y, por tanto, a convertirse en el propio trabajo, produciendo (nuevamente) una equivocada asignación del esfuerzo.
Si mi actividad aportadora de valor se ve acompañada permanentemente de la obligación de registrar toda su secuenciación, esta se reducirá a la de un continuo apunte carente de valor.
- La medición, minuciosa y en tiempo real, de abundantes variables identificadas dentro de la actividad de la organización (a modo de contabilización o cuantificación de documentos o hitos acontecidos).
Esto, en principio y sobre el papel, debería de ser siempre positivo. Pero la realidad es que, con el tiempo, se evidencia como una continua enumeración de actualizados datos acerca de porcentajes, tasas, objetivos, documentos y procesos a los que posteriormente apenas se les asigna aplicación. No se emplea un esfuerzo y atención a la interpretación de los datos obtenidos proporcionales al empleado en su minucioso recuento.
Medir, detallada y permanente, variables sobre las que no exista un sencillo y útil procedimiento de análisis y aplicación, es un esfuerzo improductivo. El primer esfuerzo de tratamiento de variables estadísticas habría de encaminarse a identificar los datos mínimos (y realmente útiles) a cuantificar y emplear en un posterior (y también diseñado) protocolo de eficaz y ágil tratamiento (y obtención de conclusiones). Hacerlo de otro modo se asemeja a los rituales de un trastorno obsesivo-compulsivo que repite y contabiliza actos o datos estériles sin aparente sentido o utilidad.
Se mide entonces algo que se desconoce en qué consiste, aunque de eso se desprenden múltiples consecuencias. La precisión en la medición de un absurdo no la convierte en algo lógico (Eduardo, 2010).
Si los datos surgidos de mi actividad aportadora de valor se contabilizan sin identificar aquellos pocos realmente significativos, y no se ven seguidos de un simple, ágil y productivo análisis, esta se reducirá a una perenne y estéril toma de datos.
- La autoevaluación y reflexión, casi permanente, sobre casi todos los procederes (a modo de continuo cuestionamento de objetivos y estrategias).
Esto, en principio y sobre el papel, debería de ser siempre positivo. Pero la realidad es que, con el tiempo, se convierte en una formalidad simultánea a la ejecución de la tarea que no hace sino restar (otra vez) recursos de la actividad generadora de valor. La necesaria reflexión sobre el desempeño y los resultados del trabajo efectuado, y mismo los objetivos a los que aspirar, es necesaria y paso previo para la aplicación de medidas de mejora. Pero la reflexión no puede tener una presencia y frecuencia equivalente a la de la actividad misma sobre la que reflexiona. El momento de ambas cosas no es, no puede ser, el mismo. Ya solo porque ni siquiera existe suficiente perspectiva para hacerlo.
La evaluación de la propia acción tiene que ser sosegada, proporcionada, eficaz, fuera (temporal y espacialmente) de la acción que se evalúa. No se puede autoevaluarse uno cada cinco minutos. Ni puede (véase el primero de los aspectos) sistematizar mecánicamente un proceso de reflexionar que es absolutamente racional y expansivo (llenando papeles que duplican, triplican o cuadriplican los del procedimiento evaluado). Una reflexión guiada, continua, mecanizada y repetitiva, anula la misma capacidad de reflexión.
Si la autoevaluación de mi actividad aportadora de valor se realiza continua y simultáneamente, sin posibilidad de tomar distancia (física y temporal) sobre su misma ejecución, la reflexión se convertirá (una vez más) en la tramitación de documentos vacíos de valor.
Estos cuatro aspectos, formalizados en una larga cadena de documentos digitales y en formato papel, son el objeto de las auditorías para control del correcto funcionamiento del SGC. Pero estas revisiones carecen del componente reflexivo y autoevaluativo que se encuentra imbricado en el sistema que auditan. Se limitan al control estadístico y mecánico de los documentos que evidencian la existencia de las cuatro referidas facetas: sistematización, registro, medición y reflexión.
Así pues, tampoco en este hito de recopilación y revisión de funcionamiento (las auditorías) existe un análisis crítico que haga aflorar las posibles ausencias, duplicidades o errores de los procedimientos diseñados. En la práctica viene a suponer una serie de más acumulativas exigencias alineadas o paralelas a las existentes, que, supuestamente, sirven para descubrir las desviaciones del sistema. Fruto de esta inspección suelen surgir exigencias procedimentales o documentales (como no) superpuestas a las existentes. Y todo solucionado, al precio de engrosar más aún unos mórbidos procesos y procedimientos.
El sistema que persigue conseguir la calidad, a la postre, muda esta por la cantidad y la apariencia. La organización y su gestión pueden no funcionar por mucho que los procesos de su SGC si lo estén haciendo, y con ello, la ilusión de control de la actividad juega en contra hacerlo realmente. La certificación de calidad, en tal caso, aportará simplemente el halo de una vacua hidalguía de la que hacer ostentación. El rey va desnudo, pero loamos la belleza de su vestido (o hacer que se hace).
Hacia dónde vamos
Como hemos visto, un SGC contempla siempre un espíritu de continua mejora que afecta a todos los procesos de este, pero no al propio diseño individualizado del sistema, a su ensamblaje con lo prexistente o a sus periódicos autoanálisis. Su filosofía impulsa que, una vez implantado, comience la revisión y mejora de los procedimientos y su seguimiento. Esto supone, lógicamente, modificaciones en procedimientos, instrucciones y documentos, surgidos de las evidencias de desviaciones del estándar. Pero este procedimiento no arranca de su diseño e implantación, con lo que la solución viene siempre en forma de exigencias y trámites añadidos, que suplen ausencias, fallos o contradicciones del diseño inicial.
Esta sucesión de versiones normativas o procedimentales no es nunca, como ya dijimos, de carácter sustitutivo sino acumulativo. Porque el sistema se basa en el análisis del histórico para poder evolucionar y porque la propia naturaleza del proceso de aprendizaje (y los trámites administrativos que la gestionan) no está formada por etapas estancas, sino progresivas y acumulativas. La suma de continuas versiones consecutivas no se puede considerar como una mejora sostenida, sino como la mayor evidencia de una primigenia falta de calidad del propio diseño. Lo bien hecho no precisa (no debería precisar) de un cambio continuo.
Esta ausencia de autoanálisis del diseño del sistema, parece venir asociada a una perversa perpetuación de una gran dificultad para alcanzar el objetivo propuesto, que para no ser insoportable o inasumible, se acompaña de una igual condescendencia (no se da conseguido, pero da igual… poco a poco). Esta pérfida visión, transforma un sistema de mejora continua en uno de error continuo, porque se asemeja a una carrera de galgos tras de una liebre (de pega) que no alcanzarán jamás, pero que tampoco condicionará su comportamiento. La meta parece alejarse a medida que los avances deberían de aproximarla, manteniendo una distancia constante con sus perseguidores. No hay estabilización o amortización de los logros, porque una acumulación de complejidad los envuelve y desdibuja. Ese hecho justifica su existencia y continuidad, pero también su inconsistencia y lo (aparentemente) estéril del esfuerzo.
El estudio de Arrizabalaga y Landeta (2007) evidencia diferentes resultados de la implantación de un mismo SGC (en este caso bajo el modelo EFQM) según la tipología del centro. La apuesta sostenida por este tipo de gestión se muestra mayoritaria en los centros privados o concertados y de mayor tamaño (obteniendo mejores resultados), ocurriendo lo contrario en los centros públicos y de menor tamaño. Esta diferencia parece, lógicamente, derivada de la mayor dificultad de gestión de los primeros, tanto por tamaño como por los aspectos de orden económico que los segundos no precisan resolver. Esta mayor complejidad es pareja al tiempo dedicado por sus profesionales (docentes y PAS) a la gestión de sus recursos, además de que el perfil de sus equipos de dirección suelen contar con mayor formación y experiencia en este ámbito (gestión empresarial o de organizaciones), en tanto que en los centros públicos el perfil directivo es el de un docente y su responsabilidad temporal. Semeja ocurrir, por tanto, que, a igual SGC implantado, el grado de eficiencia requerido por las circunstancias agudiza la exigencia de optimizar la implantación del sistema y mejorar los resultados. La necesidad despierta el ingenio.
La reciente investigación de Mariño (2017), fija en tan solo un 10,4% los implicados en la implementación de un SGC que consideran logrado el objetivo de añadir valor a los centros educativos, y un 16,9% los profesionales que declaran lo mismo al respecto del objetivo de haber facilitado a la dirección la detección de problemas y la implantación de acciones de mejora. El global de la percepción del éxito (objetivo logrado) y fracaso (ningún avance), en los proclamados objetivos del estándar ISO, es casi parejo, siendo mayoritaria la percepción de logros parciales (ciertos avances o significativos).
La cuantificada magnitud de evidenciadas acciones y documentos que rodean los requisitos de un SGC somete a una considerable atención al personal implicado en la actividad principal (docentes) y secundaria (equipo directivo, personal auxiliar de servicio y personal de limpieza), e incluso partes interesadas indirectamente (proveedores o entorno económico y social). Las actividades con aporte de valor principal (la docencia) o secundario (la gestión académica, administrativa, económica o del equipamiento e infraestructura) se ven parcialmente despojados de recursos (de tiempo principalmente, pero también económicos o de energía) para atender a las que corresponden a la gestión del SGC, que no tienen valor en sí mismas sino para la mejora de los anteriores (sistematizaciones, registros, mediciones y reflexión).
Bien organizado y justificado, los recursos detraídos de las actividades de valor (principal y secundarias) se compensarían con creces con los reportes de las actividades propias del SGC. Las sistematizaciones, registro, mediciones y reflexión, bien implantadas, organizadas y proporcionadas, son el factor multiplicador del valor que aportan la actividad principal y las secundarias. El valor del SGC es multiplicar el de las actividades principales. Mejorar, sobre todo, la docencia, pero también la gestión administrativa, económica y del equipamiento e infraestructura. Si ese feedback del SGC hacia lo principal no se produce, el círculo no se cierra y no hay retorno de los recursos invertidos, porque estos han sido equivocadamente sustraídos de las actividades principales (se ha restado tiempo y energía de la docencia para cubrir multitud de papeles que no han tenido utilidad conocida).
Es fundamental, a los efectos de que un sistema organizativo funcione, que el componente humano operativo conozca, comprenda y comparta la misión, la visión, sus estrategias y objetivos. Y que se acompañe del rigor en las rutinas (un mínimo exigible, de orden no negociable), pero también de un ambiente de libertad y fomento de la iniciativa en las reflexiones. La alternativa es la imposición desmotivante de unos trámites formales que restan recursos (y con ello deprecian) la calidad de la docencia con una finalidad confusa e inconclusa.
Si la actividad se ve gravada con formalidades que la dificultan (sobre los que no pesa más que la posibilidad de una evaluación coercitiva), las iniciativas se reducirán, limitándose a menor esfuerzo y riesgo posible. Si la evaluación de la actividad se limita al de la fidelidad de seguimiento de las rutinas del sistema de gestión, los recursos se destinarán mayoritariamente a los aspectos formales que lo acrediten.
Perspectivas de futuro
Quizá antes todo fuese más fácil y sencillo. Todos estamos más cómodos dentro de una aglomeración de gente presenciando un espectáculo de pie, antes de que a uno de nosotros se le ocurra adquirir ventaja poniéndose de puntillas. Una vez que ese gesto se hace mayoritario, la ventaja desaparece, pero el que no lo reproduce ese gesto se sitúa en desventaja. Es obligado optimizar el empleo de los recursos y maximizar la calidad del resultado.
Está ya más que asumida la conveniencia (sino exigencia del contorno) de la tenencia en un centro educativo de un sistema de gestión optimizado unitario. Como indica Marco (2004), las aulas ya no son reinos de Taifas donde se desarrolla la acción a espaldas de la comunidad. Pero el éxito de ese sistema, como se plantea en este artículo, no depende tanto de la perfección del sistema elegido como del esfuerzo y acierto a la hora de implantarlo. Los modelos más empleados tienen flexibilidad y recursos para tener éxito en esta empresa, pero el esmero y la habilidad en la adaptación e implantación es el punto crítico que la decanta hacia el éxito o el fracaso.
Es preciso entender la gestión como lo hace Aragón (2004), es decir, como la conducción hacia el mejor rendimiento posible, en una interactuación recíproca, de los elementos propios de cualquier organización: personas, recursos, procesos y resultados, y no la visión burocrático-administrativa tradicionalmente practicada.
Como bien indica este autor, la gestión de calidad, o gestión por la excelencia, se caracteriza, de manera especial, por orientar el funcionamiento de los centros hacia sus usuarios.
El foco son (deberían ser), siempre, los usuarios o clientes, y estos clientes son, sobre todo, los alumnos, pero también los educadores y el entorno social, no los procesos o los procedimientos, donde la gestión entendida como manejo documental es un reduccionismo burocrático.
El error capital reside en que los recursos destinados a las rutinas sin valor intrínseco sobrepasan a los destinados a las actividades con valor, porque eliminan la capacidad crítica sobre el trabajo hecho (como le sucede a aquel alumno que por una perniciosa sobrecarga de tareas pierde perspectiva o capacidad de extraer valor de entre la hiperactividad).
¿Qué hacer para que eso no ocurra? Limitar al mínimo posible los recursos detraídos a la actividad principal y potenciar su retorno a esta. ¿Cómo hacerlo? Se proponen dos estrategias:
- Primera estrategia
Las actividades rutinarias (sistematizaciones, registros y mediciones) han de ser reducidas solamente a aquellas que tienen una suficiente trascendencia en el conjunto de la actividad de la organización (no hace falta sistematizar, registrar o medir todo) y establecer procesos mecánicos e informáticos que no precisen apenas de atención por parte del operario que las realiza. Es fundamental identificar aquellas variables que ofrecen un rendimiento aceptable y descartas las restantes, así como también (muy importante) mecanizar estas para ser ejecutadas sin casi esfuerzo o esmero.
- Segunda estrategia
Las actividades reflexivas (autoevaluaciones y medidas de mejora), al contrario, han de ser vaciadas de mecanizaciones y exigencias de acciones vacías de valor, asignándoles un tiempo exclusivo (no simultáneo ni detraído de la actividad principal). Es fundamental, como se dijo, que se produzca un amplio retorno de beneficio a la actividad principal de la organización, a partir de los recursos detraídos de esta para llevar a cabo las rutinas del SGC. Hay que minorar, simplificar y mecanizar las rutinas y hay que mayorar, extraer y profundizar la reflexión y sus consecuencias.
La norma(s) puede(n) funcionar y los centros también. La diferencia está en la implantación. Recordemos el símil de la automoción. Nadie entendería como solución a un funcionamiento deficiente el inmediato acople de un perfecto motor nuevo encima del existente, sino, con un diagnóstico previo, reparar u optimizar el que existía, y si es preciso, ampliándolo en aquello que sea una carencia.
Probablemente no es necesaria la revisión del estándar ISO, del modelo EFQM u otros sistemas de SGC, pero si su modo de aplicación y evaluación. El árbol de la burocracia no deja ver el bosque de la eficacia y el valor real añadido está viendo su espacio reducido, cuando debería de ser el objeto a sostener y potenciar.
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